En enero del
año pasado, Ángeles Caso publicaba en varios suplementos de periódicos
este maravilloso artículo, que hoy he vuelto a encontrar y no me resisto
a compartir, porque me parece que debería ser una guía de acción para
la vida… Creo que merece la pena leerlo con atención, pensarlo y
disfrutarlo. Es tremendamente bueno.
Será porque tres de mis más queridos amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades
gravísimas.
O porque, por suerte para mí, mi compañero es un hombre que
no posee nada material pero tiene el corazón y la cabeza más sanos que
he conocido y cada día aprendo de él algo valioso.
O tal vez porque, a
estas alturas de mi existencia, he vivido ya las suficientes horas
buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en su sitio.
Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha pasado por
aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí.
El
caso es que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a entender un poco de qué va esto llamado vida.
Casi nada de lo que creemos que es
importante me lo parece.
Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más
allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas
de laureles y de los halagos sucios.
Igual que paso del fango de la
envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos
y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar
en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie
derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de
pena verdadera.
Detesto los coches de lujo que ensucian el mundo, los
abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las joyas
fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que padecen en las
minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.
Rechazo el cinismo de una sociedad que
sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los
otros, a base del cual construye su derroche. Y a los malditos
indiferentes que nunca se meten en líos.
Señalo con el dedo a los
hipócritas que depositan una moneda en las huchas de las misiones pero
no comparten la mesa con un inmigrante.
A los que te aplauden cuando
eres reina y te abandonan cuando te salen pústulas. A los que creen que
sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser.
Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada.
Tan
sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos.
Unas
cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El
recuerdo dulce de mis muertos.
Un par de árboles al otro lado de los
cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche.
El
mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás,
podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia
esté tranquila.
También quiero, eso sí, mantener la
libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio
que haya que pagar.
Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y
toda la alegría para disfrutar de lo bueno.
Un instante de belleza a
diario.
Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque
tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado.
No estar jamás de vuelta
de nada.
No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada,
pase lo que pase.
Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí.
Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí.
Sólo quiero eso. Casi nada. O todo.
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